Saturday, February 19, 2005

Foto de Baquedano.*

(* inspirada en la foto de Andrés Moya)

Era una tarde de domingo,
por el año 1973.
Toque de queda.

Baquedano y su caballo contemplan,
a veces hablan con sus símiles
que están el la Plaza de Armas,
también solitarios
y contemplativos.

La ciudadanía en sus casas,
la memoria tratando de olvidar,
la sangre queriendo
encontrar surcos,
la vida en paréntesis,
los afectos confusos
y los años esperando pasar.

Que triste se ve la ciudad,
pero nadie imagina
lo feliz que está el general,
tiene una sospecha,
una leve sospecha,
que 30 años más tarde
verá correr desnudos
a miles de ciudadanos,
que ya no estarán dormidos,
que el frío no les afectará,
que sentirán la libertad
y la mostrarán sin prejuicios,
sin pudores.

Parece que no notaste la sonrisa que tenía el Baquedano en su - aparentemente frío - rostro.

Verónica Cerda Preller.
Febrero 19 del 2005

Friday, February 18, 2005

Noche navideña.

Vivía en la casa de mi abuela. Los adornos eran infaltables, en los muros había lindas casitas, muchas flores en distintas partes.

Un gran pino natural, adornado sagradamente con grandes bolas de vidrio pintadas de colores fuertes, con algodones en las puntas, cuando lo armábamos, me daban el honor de poner la estrella de Belén. Era un olor tan exquisito, el ambiente que se creaba, se reunía toda la familia; aunque mi madre no asistía, mi padre hacía de esa noche muy especial. Me vistieron con el último vestido de princesa que mi padre llevó para mí. La cena era deliciosa, un pavo grande, colorido y sabroso, adobado con frutas y verduras, el mantel de gala, la vajilla de plata y altas copas.

Me fui a acostar a jugar a dormir y a esperar al viejito pascuero, el cuerpo pesado de mi padre tendido junto a mí, apenas me dejaba darme vueltas y arrancar a ver los regalos, a pesar de eso era tan tierna la sensación de sentir que él estaba ahí, acompañando mi noche navideña.

Esa tarde mi hermano me había revelado un secreto. Me llevó al escritorio del abuelo y, en la puerta se detuvo:

- ¿Te acuerdas de la carta que le escribiste al Viejito Pascuero? - preguntó con cierta ironía.
- ¡Cómo no me voy a acordar! - respondí - Es la primera vez que puedo escribirla yo misma - acoté muy contenta de mi hazaña.
- Pues bien - señaló - ¿Te acuerdas de lo que yo le pedí? - insistía en preguntarme.
- Una bicicleta verde, un mecano y una pelota de fútbol - dije feliz de mi memoria.
- ¿Y te acuerdas de lo que le pediste? - preguntó nuevamente.
- Un juego de té de visitas y una muñeca gigante - recordé humildemente.
- ¡¡Sorpresa hermana!! - dijo abriendo la puerta.

Ahí estaban los regalos, ordenaditos, uno al lado del otro.

- Uy. ¿Ya pasó el Viejito?- pregunté asombrada de su memoria.
- Es que debe visitar tantas casas - acoté.

La idea daba vueltas en mi cabeza, tan temprano que pasó por la casa de mi lela. Volví un par de veces al escritorio para convencerme, no fuera a pasar que el viejito se arrepintiera. Aunque me preguntaba por qué nunca lo había visto, la chimenea de la casa era grande, perfectamente podía entrar y salir por ella.

No le di más vueltas y seguí el día como si nada hubiese pasado.

Esa noche le conté a mi papá el secreto. Lo miré fijamente para ver sus reacciones y poder saber.

- Claro que existe mi princesa - me dijo tiernamente.
- Lo que pasa es que tiene que recorrer tantas casas, que no le alanza la noche buena - dijo muy convencido.
- Nunca dejes de creer en él. Es el Espíritu, celebrar al niño Jesús, estar en familia, eso hace especial la Navidad - dijo y me di cuenta que él velaba mi sueño.

Con esa certeza me dormí y a la medianoche me levanté corriendo.

Para sorpresa mía, mi hermano estaba con todos los grandes, se suponía que los niños nos íbamos a la cama. También estaban mis primos, tíos y amigos de la familia.También estaban los regalos.

Era el espíritu de la Navidad en los rostros de mi familia, la alegría de ver como disfrutábamos todos de esa noche mágica.

Con el tiempo recuerdo las palabras de mi padre: Es el espíritu de la inocencia, de la magia, de estar con los seres queridos lo que hizo esa noche especial.


Verónica Cerda Preller.
Diciembre 13 del 2004.

Instantáneas*

(*Reflexión)

Quise dibujar y pintar, tomé lápices y comencé; sin embargo no lograba plasmar lo que había en mis sueños. Intenté con acuarelas, óleos, pasteles y carbón. Logré hacer un óleo que adorna mis paredes, pero no quedé satisfecha.

Intenté con la fotografía, trataba de captar en la mirada la esencia, lo que hace a cada persona y paisaje especial y únicos. Logré hacer algunas que me satisfacen, pero no trascienden, acompasan mi soledad, me hablan de los momentos e inmortalizan las vivencias.

Seguí con mi propósito de que las instantáneas hablaran, que me relataran las circunstancias únicas, seguía en mi empeño de captar esa maravillosa instancia en que algo lograra permanecer, ahí comencé a tratar de hacer hablar las instantáneas, que las palabras retrataran a una persona o situación.

Ahí derivé en los cuentos.

Los cuentos para mí son instantáneas, imágenes escritas, rostros y vida, espacios donde puedo leer una vivencia, ver a través de ella a quien se refieren.

No pretendo que mis instantáneas recorran el mundo simplemente, mas bien quiero que en ellas se descubra la simpleza y majestuosidad de la vida, que quien lea pueda a su vez ver, intuir el entorno, percibir el olor, sentir empatía con el protagonista, reconocer su historia, conocer los recodos y surcos de cada uno.

De ahí que lleven nombres, de ahí que sea imprescindible regalar a quien los inspiró su instantánea desde mi retina y pueda sentir que ese momento, esa confesión, esa vivencia, no fue azar, sino una instancia de vida fuerte que debe ser compartida.

Las expongo al juicio público, he logrado traspasar la barrera del pudor, que el velo y el sello de mis palabras sean recorridas por ojos, mentes, afectos, sentires anónimos. Seguramente algunos han pasado por mis instantáneas y no les regale nada; pero sé que otros se han detenido a contemplar.

Con eso me doy por satisfecha, no ha sido en vano.


Verónica Cerda Preller.
Agosto del 2001

Angélica*

(*Para Pilar Valdés Sagristá )

Era sin duda alguna una bella mujer. Su belleza nacía de la intensidad con que vivía la vida, una suerte de designio especial que Dios había depositado en ella. La plenitud le sobrevivía a pesar de sus grandes penas, de su orfandad y sus maternidades.

Provenía de una familia sureña numerosa, tuvo una infancia llena de carencias, la temprana viudez de su madre hizo que la madurez le llegara rápida. Era la penúltima de la prole, desde pequeña aprendió las labores hogareñas y acompañaba a su esforzada madre. A pesar de las dificultades, logró asistir a la escuelita del pueblo y terminar su enseñanza primaria.

Tal era el talento de la pequeña Angélica que obtuvo una beca en la Escuela Experimental de Artes en la capital, sus dibujos de paisajes y retratos locales la hicieron merecedora de cuatro años de estudio y hospedaje, los estudios de Artes eran paralelos a los Secundarios. La noticia causó alegría y tristeza a la familia; sin embargo, consideraron que ella debía seguir su propio camino y tomar sus opciones con la madurez temprana de su adolescencia.

La ciudad la recibió una tibia tarde de domingo en la Estación Central, apenas podía ubicarse entre la enormidad de calles, llevaba la dirección del hospedaje que le habían asignado, un temor la hizo presa de la nostalgia del pueblo sureño, pero sabía que debía llegar a una meta ya trazada por el destino.

Los estudios eran intensos y tenía un régimen de internado, gustaba de todas y cada una de las asignaturas que allí se impartían, no le costó acostumbrarse al ritmo y los años pasaron mansamente.

Viajaba al sur en cada período de vacaciones y llevaba a su familia sus pequeños trofeos ganados en concursos de la Academia. El orgullo de su madre era máximo y adornaba las paredes del recibidor en cada viaje.

El desarrollo de los sesenta fue trasladando a cada integrante de la familia a la ciudad capital, aumentaba la tasa de natalidad y los sobrinos le vinieron en gran cantidad. Los hermanos formaban sus familias y, una vez egresada se fue a vivir con Elena, su hermana mayor.

De poco sirvieron los estudios de arte cuando hubo de presentar su currículum para postular a un trabajo, aún así siguió preparando sus telas y estampando mágicamente el óleo en ella con el don divino de la creatividad.

Logró su primer trabajo como vendedora de una tienda del sector poniente, su sueldo alcanzaba para colaborar con Elena y otras pocas cosas.El amor la sorprendió en una Galería de Arte donde se exponían telas de artistas nacionales.

- El arte es curioso, le brinda una sensación de imágenes reales mezcladas con los sueños – dijo un hombre mientras ella observaba absorta la tela.
- El arte es una sublimación de los sueños –acotó ella.

Pablo había concluido sus estudios de Auditoría y comenzaba a disfrutar de la vida independiente, gustaba del arte como de la gastronomía, eran alimentos para la condición humana de cuerpo y alma. Vivía solo, su familia desmembrada con una infancia solitaria, criado por una buena mujer de Loncoche; repartidos de norte a sur en el país, le daban escasas raíces a las que atenerse.

Se enamoró de Angélica en forma instantánea, su desenfado, su estilo, su señorío cautivaron su atención desde el principio. La siguió por varios meses, ella tenía un viejo amor desde la infancia en el sur, pero paulatinamente se dejó seducir por este hombre, protector, formal, elegante y solitario. Al año de pololeo vino la petición formal, la familia estaba radicada casi en su totalidad en Santiago, así que hubo de presentarse con toda la prole y exponer sus sanas intenciones con la bella mujer artista.

Grande fue la sorpresa para Angélica cuando de luna de miel se fueron a Brasil y al regreso la esperaba una hermosa y espaciosa casa en el barrio residencial de Ñuñoa. Con todas sus penurias económicas, se habría ante sus ojos un bienestar halagüeño.

Se entregó en cuerpo virginal al hombre solitario y le vinieron dos hermosos hijos; sin embargo, una sombra oscura comenzaba a cubrir su interior, quería más de la vida; claramente tenía un buen pasar y Pablo era un excelente padre y esposo, aún así quería más.

Siguió pintando sus telas, sus mujeres adoptaban distintas formas y tamaños, su fémina interna afloraba en cada pincelada y comenzó a descubrir sus carencias. La verdad era que ella quería un hombre que la protegiera y le brindara el apoyo que tanto le faltó, su orfandad marcaba intensamente su ser y, Pablo con toda su buena disposición, no lograba ocupar esos espacios del alma que quedan vacíos eternamente. Mucho tiempo le costó asumir su situación, crecía mucho como madre abnegada, hogareña, sumisa, entregada a la vida. Pero había más dentro de ella, mucho más.

Su esposo no lograba descifrar qué pasaba con ella, algo notaba, pero no estaba seguro y prefirió callar y tomarlo como parte de los males del hogar.

- El amor es para siempre hasta que se acaba – se dijo a sí misma una noche de reflexiones mientras bosquejaba su siguiente pastel, había comenzado a desarrollar esa técnica y se traslucía en las miradas de sus “mujeres de ojos grandes“ la gran pena que la embargaba.

Un raro vicio se apoderó de Pablo, su soledad era abrumadora y su ostracismo lo llevaba a un silencio demasiado pesado para ser cargado por ella y los hijos.

- Uno deja pasar la vida como si las cosas fuesen a cambiar y transformarse por sí mismas, y eso ¡jamás pasa! - Fue el único comentario de su amiga Violeta, que era una de las osadas mujeres separadas y anuladas de los setenta.

No fue de mutuo acuerdo, pero eran tres por uno y a Pablo sólo le quedaba resignarse, no sabía hacer otra cosa y era una manera de no perderlos del todo.

La pequeña artista siguió estudios superiores para complementar los deberes económicos de la nueva condición, además era parte de la independencia que requería. Complementaba sus estudios, su trabajo, su arte y a sus hijos, ambos crecían con la vertiginosidad de la adolescencia y nunca reprocharon nada de lo pasado o presente.

Ella comenzaba a emprender su propio destino, ese marcado por los dioses del oriente y del occidente, de los astros y los ancestros, ese destino mitológico de almas superiores que van reencarnando en más y mejor condición.Los hijos crecieron y se fueron, ella también los dejó seguir sus propios caminos como cuando decidió dejar el hogar sureño, como cuando se separó y ahora vendrían los tiempos de cosechas, como en el relato bíblico de El Eclesiastés 3,1 " Hay un tiempo para cada cosa…”.

Afortunadamente en cada paso que dio, y en el que se cayó, supo levantarse íntegra, dolida, pero plena, con más amor por sí misma y con la profunda convicción de que las expectativas femeninas no logran ser captadas por los hombres poco evolucionados.

Conoció varias otras caras del amor, de las buenísimas y de las no tanto.

Sigue plena con sus mujeres de óleo, cada vez mejores, continúa en su crecimiento personal que jamás acaba, pinta muchas técnicas del arte, ya es Licenciada y domina la cerámica, el bahuer, la acuarela, los pasteles y la pincelada libre.

No hay límites para su crecimiento, ella es libre por esencia y su magia nace de la intensidad de vivir y de la energía que transmitió a los suyos y en la que recibe de los mismos.

Varias mujeres adornan mis muros, pero uno de ellas cautiva aún mis sueños, es la esencia que mana de ella misma en sus obras.

Verónica Cerda Preller.
Santiago. La Florida, Mayo 26 de 1998.

Cafetería.

La inclemencia del tiempo se hacía sentir en el Sur, era una tarde de Julio, sábado. Emprendió camino a la cafetería del centro, quería beber su café de costumbre. La lluvia caía por los grandes ventanales y se detuvo nostálgico en una gota.

- ¿ Lo de siempre ? - Preguntó la señora adivinando su gusto.
- Sí, por favor - Dijo él - Su voz era profunda y su timbre quedaba resonando en los oídos de la dependienta.

Le gustaba atenderlo sólo para escucharle decir esas tres palabras. Bebió sorbo a sorbo con devoción, esa mezcla de express y espuma de leche le producía gran placer. Continuó mirando la gota del ventanal y, en sus recuerdos, encontró un rostro lejano. Ese rostro permaneció almacenado en su memoria como una historia posible. Los años habían delineado sus facciones, una década se nota. Pensó en cómo se vería en los ojos de ella, sintió algo de pudor. En el ventanal se reflejaba su incipiente calvicie y su barba que a ella le gustaba tanto acariciar, pensó en por qué aún la mantenía.

Una mezcla de sueño y vigilia se apoderó de él. Ella estaba entrando a la misma cafetería.

- ¡ Hola !, ¿ Qué tal ? - Dijo simplemente.
- Tú nunca terminas de sorprenderme- Respondió él levantándose para saludarla.

Gloria sabía las rutinas de Hernán, confió en que, a pesar de los años, las mantuviera. Nunca supo más datos de él que el teléfono de su oficina y sus ritos. La última vez que lo vio no estaba incluida en sus planes. No supo cómo empezó a tutearlo, algo familiar había entre ellos que la amistad surgió sin incomodo. En poco tiempo se pusieron al día. Una ternura infinita surgió en ese encuentro.

- Con el tiempo he llegado a comprenderte - reflexionó ella en voz alta.

Cómo le gustaba a él mirar el parpadeo de sus ojos cuando hablaba de esa manera.

- La vida es una cadena de encuentros y despedidas- acotó él.

En la memoria los recuerdos permanecen fijos, sin alteraciones de ninguna especie, le dio gusto ver asomarse entre su pelo algunas canas. Él no quería que se fuera otra vez, pero el destino había tejido sus redes y nuevamente ella no estaba incluida. Ella había aprendido a intuirlo, a conocer sus silencios prolongados y sus pausas al hablar.

- ¿ Qué se sirve la dama ? - Preguntó la dependienta atenta y curiosa a la vez.

- Lo mismo que él - Respondió Gloria.

El tiempo pasó rápidamente y se oscureció la tarde invernal. Había dejado de llover y el viento cesó de mover los abedules de la plaza de enfrente. Conversaron largamente como viejos amigos.

Él quería abrazarla, pedirle que se quedara, que ya no fuera más recuerdo. Ella esperaba que se lo pidiera. Tomó su mano con dulzura y quiso explicarle. Ella sólo recibió sus caricias.

- Tengo que irme - dijo sin dar más para hablar.

Él se puso de pie, la abrazó largo rato con ternura y pasión, después de todo, a su manera, la seguía queriendo y supo que ella también.

Se apartaron con suavidad ante la mirada extraña de la dependienta y de los pocos parroquianos que frecuentaban el local.

Se rozaron sus labios y un guiño brotó espontáneo.

- Vuelve cuando quiera- susurró Hernán - Ya sabes donde encontrarme.


Verónica Cerda Preller.
Marzo de 1997.

Tus manos

Me gustan tus manos
de esfuerzo y trabajo,
tus manos tibias y tiernas,
que se enredan en mi pelo,
que me hablan
y me regalan
todos los tiempos de tu vida.


Verónica Cerda Preller.
Noviembre 15 del 2004.

Tardas en llegar.

Tardas mucho en llegar,
la ausencia se hace eterna
mientras espero tu llegada.

¿Recuerdas la promesa de la otra vida?
Nos encontraríamos
en un mismo espacio y tiempo.

No sé si vendrás vestido,
disfrazado,
o de cara a la vida.

Tardas tanto que me pierdo,
en otros rostros,
confundo tu voz
entre la multitud.

Te seguiré esperando,
estaré vestida de follajes,
adornada de azahares,
bailando una danza ceremonial
y atenta a tu llegada,
para nuestro amor.

Pero no tardes mucho,
temo vencerme
en el sueño infinito
y no poder despertarme
y perderte de nuevo.

Verónica Cerda Preller.
Agosto 5 del 2004.